05 diciembre 2005

La campesina





No tendría más de veinte años. Con ese cuerpo insolente de campesina rolliza, que no gruesa, pero sí llena y firme, que sabe tenerlo todo en su sitio y provoca codicia con sus curvas y con la frescura de su piel, tierna y todavía no castigada por años de sol y viento. Llegaba de trabajar en los campos de maíz de Wisconsin, vestida en unos pantalones vaqueros amplios, cuya cintura se meneaba al son de sus caderas, y una camiseta ceñida, que marcaba turgencias, y que, empapada tras unas horas de sudores, mostraba tanto como escondía. La autopista de Milwaukee a Chicago pasaba lejos, a quince millas, pero la finca la atravesaban la vías del ferrocarril, por las que transitaban pocos trenes, pero inmensos. Eileen quería ir a la fiesta de los Buselgrave, pues tenía pendiente un asunto con el pequeño pelirrojo, un mozalbete de diecinueve años que rebosaba vitalidad, y con el que tal vez podría platicar en el granero, para solaz mutuo. Se pondría un vestido sencillo, de campesina de Wisconsin, una bata larga hasta los tobillos, vaporosa, en fino algodón, sin ceñir el talle, con escote bajo y finos tirantes dejando descubiertos los hombros y el naciente del busto... ¿demasiado descocado para tierra de labriegos? Sólo una pizca sexy. Pero antes se refrescaría, para estar no sólo guapa sino fragante. Disfrutaría, además, de su juego favorito. Se acercaban las seis, cuando pasaba el expreso de Milwaukee. En la parte de atrás de la casa había una alberca. Eileen se desprendió de la camiseta, los pantalones y la ropa interior, exhibiendo a la luz del atardecer su insultante piel sudorosa. A lo lejos se oía el silbato del tren. Se zambulló, permaneció sumergida, aguantando la respiración bajo el agua, y emergió como una sirena. Se puso en pie y levantó los brazos saludando. Docenas de viajeros aplastaron sus caras contra las ventanillas, sorprendidos por aquella visión. El expreso tardó cinco minutos en completar su paso por delante de la granja. Eileen rebosaba orgullosa felicidad.

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